martes, 27 de enero de 2009

Comieron perdices...

El Club Dumas. Arturo Pérez-Reverte

Finales felices. Corso puso un dedo sobre el mando a distancia y la imagen desapareció en la pantalla. Ahora él estaba en París y Nikon fotografiaba niños de ojos tristes en algún lugar de África, o de los Balcanes. Una vez, tomando una copa en un bar, creyó entreverla en la imagen confusa de un telediario: de pie en mitad de un bombardeo entre refugiados que corrían despavoridos, con el pelo recogido en una trenza, las cámaras colgando y un 35 mm pegado a la cara, su silueta recortada sobre un fondo de humo y llamas. Nikon. Entre las falacias universales que ella siempre asumió sin cuestionar su fundamento, la de los finales felices era la más absurda. Comieron perdices y siempre se amaron, y parecía que el resultado de la ecuación fuese indiscutible, definitivo. Nada de preguntas sobre cuánto dura el amor, la felicidad, en un siempre fraccionable en vidas, años, meses. Incluso días. Hasta el final inevitable, el de ellos dos, Nikon se negó a aceptar que tal vez el héroe se hundió con su barco dos semanas después, al chocar con un escollo en las Hébridas del Sur. O que la heroína fue atropellada por un automóvil tres meses más tarde. O que todo ocurrió quizás de otro modo, de mil formas distintas: alguien tuvo el primer amante, alguien sintió rencor o hastío, alguien deseó volver atrás. ¿Cuántas noches de lágrimas, de silencios, de soledad, se sucedieron tras aquel beso? ¿Qué cáncer lo mató a él antes de cumplir cuarenta? ¿De qué vivió ella antes de morir en un asilo a los noventa? ¿En qué despojo ruin se convirtió el apuesto oficial, con las heridas gloriosas convertidas en horribles cicatrices y sus batallas olvidadas que ya no interesaban a nadie? ¿Qué dramas vivieron ya ancianos, indefensos, sin fuerzas para pelear o defenderse, traídos de acá para allá por el vendaval del mundo, la estupidez, la crueldad, la miserable condición humana?

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