viernes, 29 de diciembre de 2017

EL RAMO DE FLORES DE MACHA. Jaroslav Seifert (Hoy en una cafetería de Bratislava esto me ha roto el corazon)

Desde la calle U Ladronky donde vivo en Bfevnov hasta el Jardín Rosado, en el monte Petfín, hay un camino de campo. Antes caminaba por allí con el poeta Toman, que vivía cerca, cuando su corazón enfermo se lo permitía. El camino estaba irregularmente bordeado por matas de rosas silvestres. A Toman le gustaban mucho. A finales de mayo, cuando estaban en flor, ofrecían una vista muy hermosa. También le gustaba a Toman contemplar el paisaje por encima del humo del barrio de Smíchov, hacia Zbraslav y Ládvi, donde acababa el horizonte.

Una noche de invierno, antes de las fiestas navideñas, Praga fue invadida por una tormenta de nieve. Al cabo de un instante, la tempestad pasó, pero durante unas horas siguió cayendo una espesa nieve. La gente, que dormía, no se enteró de nada. Cuando por la mañana abrieron el portal de sus casas, encontraron delante un metro de nieve.

Al lado de nuestra puerta hay como una especie de olivo. Florece a finales de la primavera y el olor de sus florecitas amarillas es uno de los perfumes más hermosos de la estación. Una vez visité al profesor Henner. En su despacho tenía un florero grande con ramas floridas de ese árbol. La fragancia era tan espesa y embriagadora que, por un momento, tuvo que abrir todas las ventanas.

El árbol suelta sus hojas secas en el invierno, así que las ramas llenas de hojas tienen que aguantar a menudo una gran cantidad de nieve. Después de aquella tormenta, una de las ramas más grandes se quebró bajo el peso de la nieve húmeda. La mitad del árbol quedó destruida y el espectáculo era deplorable.

Los coches que aquella noche estaban aparcados en la calle quedaron enterrados hasta las ventanillas y los trozos de hielo y de nieve caían de los tejados y arrastraban los canalones que luego colgaban de los tejados como trapos.

Aquella mañana, al apartar la mayor parte de nieve para poder pasar por la acera, y cuando en el triste cielo de diciembre apareció un sol frío y turbio, no pude resistir más y salí a dar un paseo invernal. El monte Petfín no está lejos. Me puse las pesadas botas de invierno que, por otra parte, despiertan ganas de caminar con su forro sedoso y abrigado, y salí a la nieve. ¿Cómo iba a perderme un espectáculo así? Caminé en silencio por el camino de Ladronka a Petfín. Las únicas huellas que vi eran las de un camión que, sin embargo, se desvió hacia Smíchov.

Entonces llegué hasta la blancura virgen de la sábana de nieve que había detrás del estadio. No quería estropear aquella belleza con mis huellas, pero el anhelo de encontrar la ciudad, aún sorprendida por la sábana blanca, me empujó a pisar su blancor inmaculado.

Tenía ganas de hacer el amor con Praga; sólo con los ojos, de la misma manera que cuando miramos a una mujer, enamorados, desde el cabello hasta los pies. En aquel caso, desde el Castillo hasta el campanario de San Procopio de Zizkov, difuminado en la niebla blanca. Y un poco bárbaramente, comencé a pisar la nieve.

Algunas veces no pude resistir la tentación y me volví. No había nadie: sólo las dos profundas rayas de mis bastones enmarcaban las huellas de mis pies. Estaba completamente solo en el jardín. Era un día laborable.

Hace mucho tiempo que no he visto Praga tan cubierta de nieve. La nieve cubría todos los tejados, y el color verde de las cúpulas resaltaba vivamente sobre el blanco, y los colores suaves de las paredes sobresalían con más plasticidad entre el brillo de la nieve.

Fue un momento festivo de verdad. Alguna vez, y quizás precisamente en estos sitios, había escuchado por la noche todas las campanas. Parecía que su estruendo, con el repique de las campanillas pequeñas, intentaba levantar el peso de la ciudad de su hoyo de siempre.

Esta vez el momento fue extremadamente festivo. Quizás las campanas repicaban también. Pero los badajos que tocaban en ellas estaban hechos de tiernos copos de algodón. Fue sublime, embriagador y excitante.

Llegué cojeando a través de la nieve hasta el monumento a Macha. Estaba cubierto de nieve. Con sorpresa fijé los ojos en el ramo de flores que, como sabéis, contempla el poeta. Aquel día el ramo estaba hecho de rosas blancas y la estatua estaba cubierta con un velo blanco.

Un ramo irreal para una boda que no se llevó a cabo. Sí, seguramente uno parecido tenía que haber llevado Macha a su novia Lori a la iglesia de San Esteban. Pero, con el día de la boda ya fijado, se llevaban al poeta a su tumba en el cementerio de Litoméfice.

Muchas veces han negado y rechazado esta imagen del poeta, tal como la creó el escultor Myslbek para este monumento.

Max Brod afirmó en cierta ocasión que el río Moldava fluye en si mayor —porque Smetana lo quiso así—. Entonces, ¿por qué no tendríamos que aceptar el hermoso rostro del poeta en su monumento de Petan? Myslbek lo
quería así.

Un hombre joven y hermoso, en la entrada de este singular parque de Praga, da la bienvenida a todos aquellos que llegan con amor en el corazón. Petfín pertenece a Macha y a los enamorados. ¡Para siempre! Cuando en abril y en mayo la primavera barre las flores polícromas de los jardines y cuando el viento extiende el perfume de jazmín hasta lo que fue antaño el convento de las ursulinas de la avenida Národni, los enamorados están esperando que la noche cubra el cielo con sus viejas cortinas de oscuridad y estrellas, y comienzan a buscar un banco para sentarse, acurrucados muy cerca el uno del otro. ¿Y quién no les desearía aquel feliz momento de soledad?

No todos los bancos son igualmente cómodos. Algunos están situados en la pendiente y sentarse en ellos resulta bastante molesto. Y casi todos están a merced de los ojos curiosos de los que pasan de largo. En cambio, dicen que aquí canta el ruiseñor para acompañar los besos. Lo escribió Neruda. Pero yo no lo he oído nunca.

¡Los bancos de Petfín! Me gustaría acariciarlos con mimo. Estuve sentado en ellos muchas veces. Y tenía la sensación de estar escondido entre las rosas y de que nadie veía mi felicidad. En ellos susurré mis primeros versos.

Hoy todo ha cambiado. El amor ya no es tan tímido ni tan temeroso. Ahora se resiste menos, no se tiene paciencia. Nos tenemos que conformar con eso. No quiero que alguien piense que entono odas a los tiempos pasados, pero he de decir de todas maneras que, en mi tiempo, lo que hay de bello en el amor era todavía un poco más hermoso.

Pero no lo puedo asegurar y no pondría la mano sobre el fuego.

Hoy todo está silencioso y vacío. No se oye ni un pájaro. Ni tampoco hay parejas de enamorados. ¡Ahora! De repente ha caído ante mis pies un poco de nieve y en seguida se ha oído un piar leve y tímido. También he encontrado a una pareja. Caminaban muy juntos, sin decirse nada, arropados en el velo de su respiración. Al cabo de un momento desaparecieron en el vasto silencio blanco.

En la atmósfera vaporosa del café en la plaza Malostranské, donde el humo de los cigarrillos y el olor de los abrigos húmedos se mezcla con el perfume de café, los vi otra vez. Seguramente eran los mismos de Petfín. Los reconocí muy bien. Llegaron muertos de frío y se calentaban las manos con el aliento. El frío se les metía debajo de las uñas.

¿Acaso es posible abrazarse con guantes?

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