lunes, 2 de marzo de 2015

Eres una bestia, Viskovitz. Alessandro Boffa





Cómo va la vida, Viskovitz?



No hay nada más tedioso que la vida, nada más deprimente que la luz del sol, nada más falso que la realidad. Para mí cada despertar era una defunción, vivir era morir.



¡Despierta, Visko, ya estamos en mayo! –gruñó Jana–. O nos quedaremos sin las mejores bellotas. Me desperecé con inmensa fatiga y, de mala gana, abrí un ojo. Porque, a pesar de todo, vivir era necesario. –Un momento –jadeé–, el tiempo de descongelarme.  Era el final de un letargo de ocho meses. Despertaba en el gris del más allá, en la ultratumba de los lirones.



En la obscuridad de la madriguera entreveía sombras ratoniles que se tambaleaban entre los cuerpos amontonados de los durmientes hacia la salida de aquel doliente sepulcro, almas de transmutados que, como yo, transmigraban hacia la vigilia. Me revolví sobre un costado y todos mis huesudos despojos crujieron. Empecé a reconocer los rasgos familiares de los miembros de mi estirpe, nietos y biznietos, abuelos y bisabuelos, hijos, padres y suegros. Algunos, acurrucados bajo la larga y peluda cola, estaban todavía adormecidos y, gruñendo, se abandonaban a aquel irresistible placer. A medida que el metabolismo empezaba a funcionar, se dejaban sentir los pinchazos en las articulaciones, la deshidratación, el dolor en todas y cada una de las células. Era la agonía del despertar, de un tormento que duraría otros cuatro meses, hasta el nuevo letargo. En esos momentos, lo único que te da fuerzas para volverte a levantar es el hambre, saber que si no engordas no podrás dormir. «Ánimo, Visko», me dije, «a tu edad es razonable pensar que puedes esperar todavía otros tres letargos, y éstos, viejo lirón, sería una verdadera lástima perdérselos.» Me incorporé como un zombi con todo el cuerpo exangüe y fibroso, carente de grasa y de espíritu, lo arrastré torpemente hacia la luz y aquel resplandor me hizo lagrimear. –¡Estás más delgado que un palillo, Visko! ¡Ven a por unas bellotas! –me aulló Jana. Era la compañera a la que me mantenía fiel desde hacía años, no por una inclinación a la monogamia, que nosotros los lirones, francamente, no tenemos, sino por pereza y deseos de abandonarme a la desidia. Era la hembra más fea y deprimente de toda la comunidad, la más tediosa y necia. La había elegido precisamente por eso. Porque sólo una vida hecha de aburrimiento y frustración predispone para los sueños satisfactorios y grandiosos. Y son ésos los momentos que cuentan. Si el más allá –es decir, la vigilia– es un infierno, entonces la vida –es decir, el sueño– será un paraíso. Y no a la inversa. No tenía ánimos para aventurarme por las ramas, así que le eché el ojo a un par de bellotas caídas al suelo y, con prudente lentitud, bajé del tronco hasta dar con mis huesos en tierra. Llegué tambaleándome hasta uno de aquellos frutos, lo desprendí de su cúpula leñosa con mis patitas y hundí los molares en el cotiledón maduro. Enseguida me sentí mejor. Mi madriguera era un antiguo nido de pájaro carpintero horadado en una encina, una salicifolia. En mi familia pasaba de generación en generación. Era el árbol más fructífero del bosque, y bastaba con dejarlo bien limpio para llegar hasta el otoño. Mis hijos estaban ya en plena tarea, perezosamente tumbados cuan largos eran sobre las ramas.



Aprecié con paternal satisfacción su indolente bamboleo, su mirada apagada, su actitud reticente ante la vida . Luego emprendí el camino hacia la orilla del lago. Porque otra de las cosas que hay que hacer en vigilia, además de engordar e intentar aburrirse, es hacer acopio de material onírico para el siguiente letargo. Por eso nosotros los lirones vagamos siempre por los lugares más fascinantes: buscamos inspiración para nuestras historias, personajes, esbozos. Otra forma de enriquecer la imaginación es escuchar los sueños de otros, con la esperanza de encontrar alguna idea que copiar. Era lo que estaban haciendo Zucotic, Petrovic y López, despatarrados al sol bajo una encina mientras barrían hacia ellos con la cola las bellotas caídas. –¡Feliz despertar, Viskovitz! Explícanos cómo te ha ido –saltó López. –Hablar cansa –le corté. No había nada que yo pudiera aprender de ellos. Los sueños de López eran novelas atroces en las que todos acababan entre los colmillos de una garduña o de una nutria. En los de Petrovic, por el contrario, eran los lirones quienes mataban a todo bicho viviente para acabar al fin asesinados por él en persona, uno tras otro, a dentelladas. Zucotic, el pobrecillo, padecía de insomnio. Si mientras dormías oías una voz procedente de ultratumba, el fantasma era siempre él. En cuanto a mí, los míos no eran sueños que pudieran irse contando por ahí. Siempre aparecía de un modo u otro cierta lirona, y puedo aseguraros que no se trataba de Jana. Era una de esas lironas que sólo existen en sueños, la obra maestra de mis fantasías. Había necesitado años y años de fealdad y frustración para llegar a imaginar aquella absoluta perfección de rasgos múridos, aquella exacta y equilibrada combinación de santidad y pecado. La había hecho bella como un sueño, seductora como un bostezo, suave como una almohada. Y la había llamado Ljuba. Con sólo pensar en ella me entraban grandes deseos de dormir. Anduve tres pasos y me di de bruces contra un tronco, amodorrado...La reencontré donde la había dejado, en el bosque tropical que había soñado para ella, entre las flores de los malvaviscos y la sombra de las acacias, en aquel hábitat encantado en el que no había ruidos sino sólo melodías; no había olores sino sólo perfumes, no había cuestas sino sólo descensos. No había salientes ni durezas y todo, hasta los troncos, estaba revestido de suaves pieles, pétalos y plumas. No había depredadores, latosos ni rivales. No existía ningún otro macho que no fuera yo, ni había otro dios que Viskovitz. La saludé con un zi–zi, el reclamo de amor de nosotros, los lirones. Luego me acerqué, descendiendo de un banano, bello e indolente como un dios roedor. –He vuelto, amor mío –gruñí–. Estoy aquí sólo por ti. –En este momento estoy ocupada, Visko –suspiró–. Estoy buscando una encina. No es fácil encontrar una bellota o un hayuco entre todos estos bananos. –No tienes más que pedir –le dije, y con un acto de mi fantasía hice brotar del suelo tres bellotas grandes como sandías, sin cúpula leñosa ni corteza. Como todos los lirones «iluminados», sabía ya soñar con conciencia de estar haciéndolo, y eso hacía que todos y cada uno de aquellos instantes fueran inmensamente más ricos. –Pero ahora ven a cuidar de mí, cariño –ordené–. No dispongo de todo un letargo, es sólo un sueñecito. Mira aquel lecho de flores, me parece el lugar ideal… –No, Visko. –¿No? No es agradable que a uno le digan que no en su propio sueño. Pero, a pesar de los progresos que había hecho para controlar las riendas de mi creatividad onírica, todavía no había conseguido mantener bajo control un carácter fuerte como el que le había dado a Ljuba, y no encontraba sosiego. –Estoy harta de ser tratada como una muñequita y de obedecer a tus caprichos –bufó agitando los bigotes–. Para ti es muy fácil. Para ti esto no es más que un sueño y puedes hacer lo que quieras. En cambio para mí se trata de la única vida que tengo. Me gustaría que me dejases vivirla... –Sabes que no es la única, sabes que renacerás en cada uno de mis sueños. –Sí, claro, todos dicen lo mismo. Y mientras tanto no me das tiempo ni siquiera para comer o para expresar un pensamiento. Me obligas a vivir en este mundo tuyo ridículo y soporífero, sin lirones, sin encinas, en este permanente crepúsculo. No me permites tener bebés, no me permites tener una vida propia... –Pero te permito soñar... –Muy bonito, ¿y qué sueño, si se puede saber, conociendo sólo este mundo tuyo de pacotilla? –Cariño, no discutamos ahora, realmente tengo poco tiempo. Vamos, ven aquí. –No, Visko.



Como siempre, la cosa acababa en que para hacerla sentir «viva», como decía ella, tenía que soñarle todas las vulgaridades de la vida: la salida del sol, los encinares, los hayedos y, si me descuidaba, hasta a Zucotic. Y al final estaba más cansado que cuando me había dormido. Tuvo que pasar por lo menos una hora antes de que Ljuba se me acercase y me hiciese sentir el contacto de su perfumadísimo pelo. Después se tendió sobre el musgo con lenta zalamería y ronroneó dos provocativos zi–zi. –No, Ljuba, ya sabes que no es eso lo que quiero –le advertí. El problema con Ljuba era que nunca quería hacer conmigo las cosas que hacen los lirones y las lironas en sueños, es decir, dormir. Compartir el mágico momento del amodorramiento, la malicia del bostezo, la pasión del sopor, la fusión final de los cuerpos en un único e irresistible sueño, la fusión de las almas en un único ensueño triunfal. Ella quería que fuéramos juntos a coger bellotas, que hiciéramos el amor, que procreáramos y todas aquellas otras vulgaridades, mientras que en el momento crucial, cuando los párpados empezaban a cerrarse, siempre se negaba en redondo a dejarse llevar. Y resultaba que yo tenía que privarme de aquel perfecto placer, y tampoco esta vez parecía que las cosas fueran a ser distintas. –De acuerdo, Visko –soltó de improviso–. Quiero complacerte, hagámoslo. Esta vez me apetece a mí también. No daba crédito a lo que estaba oyendo. De repente noté una pata en la nuca y desperté. Me sentía comprensiblemente furioso, de haber tenido fuerzas suficientes habría sido capaz de matar, quien te despierta no se merece otra cosa. Una gran mata de pelo se cernía sobre mí. –¡Visko! –la oí gruñir. Aquella voz me resultaba familiar, levanté el hocico y vi una lirona. «¿Qué demonios está pasando?», me dije. No sólo era bellísima, sino que se parecía más a Ljuba que la propia Ljuba. Era la quintaesencia de Ljuba. –Tú eres Viskovitz, el que siempre me sueña –se rió. Miré a mi alrededor, perplejo. ¿Qué hacía Ljuba en la realidad? –¿Ljuba? ¿Qué haces tú aquí? –Te he dicho que quería hacer lo que me has pedido, pero prefiero hacerlo aquí, no en aquel ridículo sueño . Si se trataba de una broma era realmente de mal gusto. Siempre había oído decir que la realidad es un sueño, pero nunca había creído que fuera cierto:¿quién podía ser tan retorcido como para soñar algo así? –No sé quién puede haberte enviado, Ljuba, pero sin duda se ha equivocado. Mira, aquí no hay sitio para ti. ¿No notas ese tufo? Es la lluvia acida, los nitratos, los sulfuros; cada centímetro cuadrado de esta atmósfera está envenenado. Aquí hay que sudar para vivir, está lleno de ruidos, de enfermedades. Hay martas, buhos, turones. Está el hombre. Tengo una compañera celosísima y catorce hijos. Es la maldita y jodida realidad, Ljuba. Nunca podrá haber felicidad, nunca podrá haber paz... –No tiene por qué… –Créeme, encanto. –Ya no, Visko. –¿Ya no? Arrugó los morritos en una enigmática y dulcísima sonrisa y habló así: –Todo esto existe sólo porque yo he querido imaginarlo, Visko. No es la «vida», es mi letargo. Por eso tú me soñabas siempre, porque yo quería que así fuera. No te lo había dicho nunca porque quería darte una sorpresa, me divertía jugando contigo. –Ésta sí que es buena. ¿Y, entonces, habrías soñado también a Jana, Zucoticy los demás? –Naturalmente, los hice tan vulgares porque te quería todo para mí, querido. ¿No me crees? Mira. Ante mis ojos vi surgir de la tierra tres bellotas grandes como sandías, sin cúpula leñosa y sin corteza. –Hasta hoy, Visko, me avergonzaba. No es fácil ir a alguien y decirle: «Tú eres el lirón de mis sueños». Prefería que fueras tú quien me buscase, quien me soñase. Quería ponerte a prueba. Ahora sé que me amas, cariño, ya no tengo miedo, quiero hacerte feliz. No tenemos tiempo que perder, Visko, todos los sueños se acaban. Ven. Hizo aparecer un lecho de flores de manzanilla y se tendió sobre él. –La realidad es que yo soy aún más perezosa y soñolienta que tú, Visko, y no hay nada que desee más que dormir entre tus brazos, oírte roncar en mi sueño. Abrió la boca en un bostezo tan desmesurado que pareció escapársele hasta el alma...Me sentí desvanecer de gozo. No entendía bien quién estaba soñando a quién,pero bajo el pellejo mi corazón se hundió en un océano de beatitud. Con una única y agradecida caída de párpados, bendije toda aquella tristeza, aquel lago sucio y aquel bosque envenenado, aquel aire asfixiante y aquella tierra estéril. Todo aquel mundo desolado y apagado, a un bostezo de distancia de la felicidad.

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