Hay ideas románticas
sobre casi todo.
Si pegas el oído, por ejemplo, según dicen
a una caracola
se escucha el mar.
Yo he probado lo mismo con botellas de cocacola
o con los cilindros negros donde se guardaban
los carretes de las cámaras de fotos
y he escuchado lo mismo.
La mer, l'amour.
Se han escrito tantas cosas
sobre las olas que caben en un enamoramiento
que cada vez que pongo la oreja en algo cóncavo
vienen a mí los océanos todos
vienen las gambas y los tiburones
las sepias y los cangrejos, con las sirenas.
Y debería creer
lo reconozco, quizás solo por conservar
la salud mental o la esperanza, en alguna
de entre todas esas tontas convenciones.
Debería creer, realmente
en algo
en la mujer acaracolada
igual a las desembocaduras todas.
Yo qué sé, en Marx
revisado por la escuela freudiana
o en un partido en el que alienarme revolucionaria
o futbolísticamente.
Debería creer
lo sé.
Pero
de momento
solo cuento con la certeza
de que el mar se escucha en cualquier cosa hueca
y de que no necesito caracolas
para escuchar
el sonido
de las olas.
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