Los números primos sólo son exactamente
divisibles por 1 y por sí mismos. Ocupan su sitio en la infinita serie
de los números naturales y están, como todos los demás, emparedados
entre otros dos números, aunque ellos más separados entre sí. Son
números solitarios, sospechosos, y por eso encantaban a Mattia, que unas
veces pensaba que en esa serie figuraban por error, como perlas
ensartadas en un collar, y otras veces que también ellos querrían ser
como los demás, números normales y corrientes, y que por alguna razón no
podían. Esto último lo pensaba sobre todo por la noche, en ese estado
previo al sueño en que la mente produce mil imágenes caóticas y es
demasiado débil para engañarse a sí misma.
En primer curso de la universidad había estudiado ciertos números primos
más especiales que el resto, y a los que los matemáticos llaman primos
gemelos: son parejas de primos sucesivos, o mejor, casi sucesivos, ya
que entre ellos siempre hay un número par que les impide ir realmente
unidos, como el 11 y el 13, el 17 y el 19, el 41 y el 43. Si se tiene
paciencia y se sigue contando, se descubre que dichas parejas aparecen
cada vez con menos frecuencia. Lo que encontramos son números primos
aislados, como perdidos en ese espacio silencioso y rítmico hecho de
cifras, y uno tiene la angustiosa sensación de que las parejas halladas
anteriormente no son sino hechos fortuitos, y que el verdadero destino
de los números primos es quedarse solos. Pero cuando, ya cansados de
contar, nos disponemos a dejarlo, topamos de pronto con otros dos
gemelos estrechamente unidos. Es convencimiento general entre los
matemáticos que, por muy atrás que quede la última pareja, siempre
acabará apareciendo otra, aunque hasta ese momento nadie pueda predecir
dónde.
Mattia pensaba que él y Alice eran eso, dos primos gemelos solos y perdidos, próximos pero nunca juntos.
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